jueves, 15 de enero de 2015

El engaño de los sentidos

Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos
Rayuela, Cap. I
Julio Cortázar



Me percato que tus labios ya no son tus labios. No son la misma contextura, han cambiado los surcos que los caracterizaban. Lejos están de esa peculiar y predispuesta humedad, para el beso, para su razón de ser. Sus comisuras ya no tienen contacto, no son las mismas, no son. ¡Ni quisiera hablarte del gusto! Si ya tienen sabor a nada, dulce pena amargada por el devenir del tiempo, el haber saboreado tantas derrotas juntas.
Que tu mirada ya no es tu mirada. Hoy tan vacía, tan vana, sin rastros de esa forma de reír con los ojos, capaces de calmar tempestades solo con una caricia de tu vista. Deambulas con aquellas perlas azules, de un azul profundo como el mar profundo que traga barcos, que entierra aviones, que refleja todo aquello que se para frente de sí, impersonal, en orden de un acto pueril como las prostitutas que hacen muecas de placer sólo para que aquel que arremete y respira encima de ellas, se vaya rápido, se marche lo más lejos posible de allí.
Te observo desde este ventanal del café que es inundado de luz del atardecer, que poco a poco comienza a ser una parada obligada para transeúntes, parejas, algunos ancianos y madres con chiquillos del colegio. Te observo desde la distancia que separa una vereda de otra, de esta famélica calle en la cual han rebotado tantos sueños. Quizás ha sido una casualidad la sincronía de estos pasos, millones de personas llevan a cuestas sus vidas en esta ciudad y entre el caudal de penas, te encuentro con la mirada y te siento fría como si algo te faltara o quizás te sobrara pero sin tener lo que se quiere.
Y es aquí donde el tiempo se vuelve propio no de nosotros mismos sino de cada situación, encontrándose con miradas tiempo y espacio, en danzas fluctuantes, en ritmos alternativos, donde cinco años pueden pasar delante de los ojos con la rapidez de un chasquido de los dedos pero este instante donde te observo a través del ventanal del café, parada en una vidriera con la cabeza agachas, la mirada nerviosa, tropezando con todos los desatinos que habrán pasado por los rincones de tus esquinas, se extiende sin miramientos, se vuelca todo a la rapidez y a la lentitud a la vez.
Quizás todo forma de algo planeado desde siempre donde tenía que haber estado aquí, con el café entibiado, el saco en el respaldo de una silla continúa, el libro que se arruga entre las manos, la pausa de los días. Y vos habrás venido de dios sabe qué destinos para acabar allí, tal vez esperando a alguien o algo, que sucediera alguien o algo de una buena vez por todas, apretando una bolsa plástica en la mano izquierda, con tu traje de mil inviernos y la bufanda que esconde tu cuello, las penas todas juntas acurrucadas en el medio del cuerpo como si fueran miles de cronopios que ya no saben cómo reír o saltar o cantar o que han perdido de vista a todas las esperanzas.
Pero puede que siempre hayas sido así, arrebatada por un halo de temeridad, de inocencia, de que la vida siempre ha pasado por ser otra cosa y has deambulado entre caminos adversos o donde los sentidos han sidos olvidados. Y soy yo el que está distinto y ahora puedo notar todo aquello que antes no notaba, el que de mí salía el color de tus ojos y el gusto de tus labios, los movimientos de tus manos y la capacidad de olvidar el mundo siquiera por un rato. Pero es que yo miraba distintas las cosas y te miraba distinta a vos también. Y no es tanto el mal que hace un ciego que no quiere ver sino que es un mal mayor lo que hace aquel cuando ve lo que quiere ver, otorgando propiedades a circunstancias, cosas, personas que no las tienen, el autoengaño de los sentidos.