sábado, 15 de septiembre de 2012

Volver a la ciudad

Ya salido del embotellamiento, luego de conocer diversas personas, me queda un grato recuerdo de todas ellas. Sin embargo, vestigios de la ocasión fueron modificando mis comportamientos. Es decir, hoy en día llevo agua por demás en el auto y algunas raciones de comida.
La estadía en el campo, con Alejo, fue increíblemente grata. Prometí volver.  Siempre se desea volver a las situaciones o estadíos donde el alma se encuentra a gusto. Pero, como ya había mencionado, mejor retirarse cuando se esté ganando. Uno, lamentablemente, extraña la incomodidad del hábitat. Así que vuelvo a la ciudad.
El tráfico general hizo que el día se me haya escurrido entre las manos para dar paso a una lujuriosa noche, como una noche de verano en París, cerca al Siena, con suave caricias de un viento que supo hacer girar los distintos moulins de la ciudad francesa. Entredormido por el cansancio y la confusión, bajo desde la avenido Lugones, erróneamente, a las cercanías al estadio de River. Manejo por las callecitas del barrio a medida que las luces del asfalto dan sus primeras notas de claridad. No hay nadie por las calles, sólo autos lujosos que se posan sobre las diferentes veredas, mostrando signos de ostentación. Tomo la avenida Figueroa Alcorta con dirección al centro, olvidandome que la misma no tiene suficiente extensión de doble mano como para llevarme a mi destino. Pero, en su acotado recorrido, pude atravesar las plazas que circunscribe y ver en detalle como pomposas rubias corrían por la noche, al brillo de una amable luna amarilla.
Obligadamente, tuve que encarar hacia dentro de otras calles poco iluminadas, la avenida se hacía contramano. Casas bajas alternaban con edificios cortos, otros más altos. Amorosas parejas se paseaban de la mano, comulgando en pequeños besos en cada esquina. Mientras tanto, iba pensando que avenida del Libertador no debería de estar muy lejos. Pensé que, tomando mencionada avenida, podría recorrer un camino conocido, desandar la vuelta a casa. Al parecer, el regreso no iba a ser nada fácil.
Por suerte, la noche, el clima, se presentaba en el grado justo como para no poder enfurecerse por estar perdido o desorientado. En los últimos días, las continuas lluvias habían provocado una cierta atmósfera de amargura o, mejor dicho, de melancolía sobre la ciudad. Creo que tal vez por ello también decidí irme hacia lo de Alejo. Había escuchado, tiempo atrás, un decir sobre que en las gotas de lluvia se van desarrollando los destinos o historias que no llegamos a concretar por elegir la senda actual. Así, veía en todas las gotas que golpeaban en la ventana del balcón de casa las diferentes rayuelas de mi vida. Pero ahora, mientras manejo y suelto el humo que se confunde con otros del pavimento, la lluvia cesó y el día dio paso a una cálida noche, húmeda pero con viento fresco, noche de Buenos Aires.
Acuden a mi mente recuerdos de otros tiempos, de cuando mi viejo aún vivía y me decía que Buenos Aires era la París de esta parte del globo. Quizás porque nunca salí del país, jamás logré entender lo que mi padre quiso decirme con esa expresión. Para mí, Buenos Aires siempre ha sido Buenos Aires. Si tuviera que compararla con una mujer, debería de decir que es como aquellas que siempre se recuerdan con cierto afecto, con cierta picardía.
Doblé por Olazabal y ya los nombres de las calles resultaban un tanto más familiares. Sin querer, y distraído por mirar una deliciosa mujer, tuve que doblar en Miñones para no llevarme por delante a un motociclista. Por suerte, pude corregir el rumbo en Juramento. Sin embargo, acá empieza todo.
Ya a dos cuadras de Libertador, noto que existen faroles en vez de los impersonales postes de luz. También se escuchaba música, una especie de jazz antológico, como sacado de otra parte. Sumado a ello, jovencitas tan flacas como un haz de luz, lucen vestidos cortos y fuman cigarrillos desde largas boquillas negras. Extrañado, ellas me miran y una, de ojos claros y cabellos desorientados de rulos que giran con el viento, me lanza un beso con gusto a humo y siento que nada puede salir mal en la noche que comienza.
Con renovadas esperanzas posadas sobre la ciudad, doblo en avenida del Libertador para encontrarme con una osada cantidad de bares y cafés que generan una ambiente casi místico con mesas de maderas, adornadas de velas flotantes en finas copas redondas, que dejan olvidadas sobre las veredas. La cantidad de personas aumenta en contraposición a la reducción de vehículos circundantes. Siempre supe que la noche tenía algo, un no sé qué distinto al día, como si todo fuera diferente. Así, fui notando que los edificios dejaban de ser tan altos y que las personas, siquiera, pretendían ser amables. La cantidad de luces encendidas por la zona era de tan escasa cantidad, que el cielo estrenaba un manto de estrellas que oficiaba como una guía T intergalactica. Así, llegue a la esquina de la calle La Pampa, donde solía existir una pizzería no tan famosa pero sí apetitosa. Pensé en frenar y para a buscar algo para llevar pero ya estaba cerca de casa y necesitaba descansar.
De todas formas, frené en el semáforo de La Pampa para dar paso a los peatones y ciertos vehículos que giraban en la curiosa autopista de la vida. Quedé atónito cuando ví un Ford T que salía desde un estacionamiento. El auto estaba impecable, como recién salido de la alienante máquina de Henry. Pero alunicé en aún más perplejo estado cuando otro Ford T se paraba al lado mío, esperando al semáforo y puteando al aire por un aparente atraso.
Todavía atónito y sonriente, puse el pie sobre el pedal para seguir por Libertador y zambullirme en el túnel con el cual dicha avenida cuenta. Todavía tengo el vívido recuerdo de observar las luces mucho más tenues de lo que pensaba que eran.
Lo que más me había preocupado en el trayecto fue que sabía de antemano que el túnel tenía una extensión de unas seis, siete cuadras y que estaba recorriendo unos tres kilómetros sin siquiera ver rastros de ascender nuevamente. De repente, noto que una extraña música clásica adorna al transcurso del viaje, proveniente desde el túnel, a medida que las paredes del mismo comienzan a ser decoradas por copias de cuadros famosos. Luego, la música salta a ese jazz que había escuchando sobre la calle Juramento para dar la última nota en el instante justo que emerjo a la superficie.
Tal vez, ahora, ya no sea tan complejo de explicar. Al principio, no podía creer lo que mis ojos estaban viendo pero es la simple cachetada al raciocinio, el quiebre a la estructura. Finalmente, el túnel me dejó en las puertas de Calais, luego a los puntos cercanos que Francia tenía para mostrar. No creo volver a casa, por lo pronto. Estoy rodeado de la belle époque en un París que intenta ser la Buenos Aires de Europa.



Imagen de acá



3 comentarios:

  1. Solo quisiera aclarar que esto estaría siendo dedicado a Adolfo Bioy Casares. A años de su natalicio, en el día de la fecha, no podría dejar de recordar a semejante autor.
    Él es aquel que me ha influenciado, que me ha hecho querer creer y querer crear. Dentro de la simpleza de sus escritos, pude encontrar infinitos y complejos mundos que me han servido y servirán como alcoba en noches de necesitar más.
    Estimado Bioy, eternamente agradecido.

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  2. Hoy día Bs.As. es en parte París, en parte Ciudad Juarez, en parte Addis Abeba, en parte Madrid, y en gran parte un quilombo. Afloje con el ajenjo Don Diego...

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    1. Pero claro, Ato, Buenos Aires es todo y nada. En esta deliciosa oportunidad, le tocó ser París, mañana, quizás, el Tíbet o Ñandubaysal.
      Y con respecto a lo otro, sí, debería de aflojar.
      Fuerte abrazo.

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